Es 20 de octubre en Tupãrenda, llueve. Han pasado ya dos días desde el festejo del 18 de Octubre aquí en nuestro Santuario ‘Nación de Dios, Corazón de América’. Por mi parte, me dispongo a escribir una pequeña reflexión que ha ido madurando con el pasar de los últimos días, respecto a la Alianza de Amor. Durante el tiempo previo al 18, hasta ahora, han venido a mí, varios recuerdos vitales, algunas definiciones distintas para describir la Alianza, así como ciertas ideas sobre cómo abordar un tema que parece tan amplio, y al mismo tiempo tan sencillo. Hablar de la Alianza de Amor es hablar de Schoenstatt mismo, es hablar de Dios y de la Iglesia, es hablar de quienquiera que, hincado ante la Virgen, le entregue su corazón; es hablar de ti y de mí pues hemos experimentado de primera mano que María nos ama y se toma en serio sus promesas.
Desde que llegué al noviciado de los Padres de Schoenstatt, he experimentado un sinfín de cambios en mi vida. Dejar mi casa, mi país y mi estilo de vida, significó para mí un salto mortal en donde lo único que me movía era una idea predilecta, mi vocación. Quiero ser sacerdote. Con cada día que pasa, me voy dando cuenta de las implicaciones que conlleva esta decisión, o mejor aún, de este llamado que Dios me ha regalado. Varias veces me he preguntado, ¿Cómo llegué aquí? Me parece surreal pensar que hace casi 11 años, yo ni siquiera me consideraba católico, y que ahora no pueda considerar mi vida separado de Dios, o de María. ¿Qué sucedió en medio? ¿Qué fue lo que me trajo aquí? En primer lugar, estoy firmemente convencido de que me trajo aquí la vivencia profunda del amor de María, de su alianza conmigo y de su cuidado maternal. En segundo, me trajeron aquí todos aquellos que hicieron familia conmigo en el movimiento, y tantos otros que, para mí, son héroes sin capa y nombre. Mi vocación es fruto de su trabajo, entrega y cariño.
A lo largo de mi tiempo en la juventud de Schoenstatt, observé ir y venir a tantos. Muchos de los que iniciaron el camino conmigo ya no están, y otros que nunca pensé fuesen a ser mis amigos, se convirtieron en vínculos fuertes y duraderos. Podía parecer que estábamos (y siguen estando) los que ‘sobrevivimos’, los que ‘permanecimos fieles’. En su momento, esta realidad trajo consigo una sutil tentación, otra pregunta: ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué sentido tiene dar la vida en las ramas en los apostolados, en los grupos si, después de un poco, la mayoría se va? Quizá podemos pensar que al final, no logramos cambiar nada, que nosotros somos más una especie de excepción, y que hemos fallado en tantos. Fue justamente este sentimiento, este recuerdo de tantos jóvenes que hemos pasado por un momento de decepción o desencanto de Schoenstatt, de nuestra fe, lo que marcó parte de mi vivencia de Alianza este año. ¿Cuál es el sentido de todo esto? Esta fue la respuesta que Dios me regalo en los últimos días.
Ofrecemos nuestra vida porque creemos en un mundo en donde El Amor sea el principal vínculo unificador entre los hombres. La Alianza que Dios selló con nosotros en el bautismo, la renovamos mediante nuestra Alianza de Amor con María. Esto nos hace a todos nosotros miembros de una gran familia, la Iglesia, y dentro de esta, a Schoenstatt. Recuerdo cuando hice mi promesa*. Me dije a mi mismo: – ‘Mater, permíteme compartir esta experiencia, aunque sea a una persona más’-. Para mí era tal el milagro en mi corazón, tan grande el gozo, que dar la vida por uno más, hubiese sido suficiente. En Schoenstatt había experimentado un hogar, un lugar real en donde María me miraba y hablaba, en donde distintas personas saltaban juntas al son del himno de “Franz Reinich”. Creo que nos hace bien vivir en esta actitud más filial. No damos la vida por números, ni por grandes movidas de ajedrez, damos la vida para que otros puedan experimentar estos fuertes vínculos que transformaron nuestra vida, sin preocuparnos mucho de a donde puedan llevar o cuando vayan a llegar.
Ofrecemos nuestra vida porque creemos en lo que hemos visto. En tiempos de crisis o bajones, muchas veces viene a nosotros un idealismo infundado. Este idealismo, como lo utilizaba Kentenich, nos separa de la realidad, volviendo lo religioso un conjunto de ideas, pensamientos e intelectualismos. Nos desvincula de los que nos rodean. El realismo, por otro lado, es aquel que une la fe y la vida, nos muestra una realidad objetiva y nos lleva a verlo desde la fe. Nos recuerda que, aunque no siempre lo veamos, Cristo, y a través de él, María, se encargan de multiplicar los frutos. Aquí en Paraguay, hace unos meses falleció el Padre Antonio Cosp, uno de los padres fundadores del movimiento al interior del país. Fue con este contexto que, mientras caminaba en la procesión de entrada de la misa de 18 a las 4pm, no me asaltaban pensamientos sobre el calor, sino que miraba a los miles de personas a nuestros costados y me preguntaba… ¿Dónde estarían todos ellos sin el P. Antonio? ¿Sin todos aquellos que han regalado su vida? Es gracioso, porque probablemente muchos de ellos ni siquiera lo conocieron personalmente, otros muchos son peregrinos de lejos que vienen por vez primera.
Pero ¿María habría podido obrar sus maravillas si no fuera por la entrega de aquellos aquí en la tierra? Sin duda alguna, aunque nuestros actos son concretos y muchas veces parecen insuficientes, es nuestra confianza en los frutos que Dios traerá la que nos hace seguir andando. ¡Nuestros actos, actitudes y nuestra fe transforman el mundo! Ofrecemos nuestra vida porque queremos confiar. En los tiempos actuales, confiar en Dios, confiar en su venida y en que, el encontrará caminos de escribir recto en los renglones torcidos parece un acto de rebeldía. Queremos como María, dar un ‘Sí’ fiel, que sepa acompañar a Cristo, unir su voluntad con la nuestra. Queremos ser capaces de escucharlo, para así poder seguirlo. Un amigo mío me escribió respecto a esto, y reflexionaba: “confía [se decía a si mismo], ya habrá tiempo de comprobar… Siempre tengo el miedo que lo que pienso que funcionara, a los demás no les guste o que no sea cosa de Dios, pero confío y confío en que Dios pone pequeñas intuiciones en nuestro corazón y así es como él nos conduce”. Esta experiencia vivida, real de saber que Dios nos habla, que camina con nosotros, esta es también una de las más grandes razones que nos hacen dar la vida. Como bien dice mi querido amigo, no se trata de andar dando pasos sin rumbo, sino de dar pasos confiados pues Dios conduce. Decir también que, como Aliados, la confianza en medio de tanto movimiento, el poder transmitir la calma en la tempestad, creo que es también uno de los regalos más
necesarios en la humanidad actual.
Voy terminando con un último recuerdo. Aquí en Tupãrenda hay un mirador espectacular, con vistas al amanecer. Ahí, me encontraba un día sintiendo un poco de nostalgia de México, de mi familia y de mis amigos, que son familia. Es verdad, los extraño con todo mi ser pues los amo profundamente. Pero, entonces caí en la cuenta. Es en verdad un regalo poder tener tantos seres queridos a los que amo. Es un regalo poder extrañar, pues significa que amo y soy amado. Es una bendición que, sin duda alguna, me hace reconocer que vale la pena servir, vivir la alianza, pues Dios ha cumplido sus promesas y ha dado como fruto del servir, del entregarse, la alegría. ¿Cuál es el sentido de todos nuestros esfuerzos? El sentido es, en último término, Dios; el sentido es compartir aquello que hemos experimentado; el sentido es vincularnos a otros y caminar juntos, amarnos y reconocer lo mucho que necesitamos de los otros; queremos darnos cuenta de que el sentido es ser feliz pues no es obvio tener algo por lo cual queramos y podamos decir, ¡Madre, nada sin ti, nada sin nosotros!
*Etapa del Pionero en Chile, México, entre otros países, que se caracteriza por la conquista de una
cruz espada. Esta emula la espada de San Pablo, su transformación, su entrega a Dios, así como su
fidelidad a las causas sagradas. De cierta forma, es una pre-alianza.